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El Cielo aparecía tapizado en gris plomo. La calma apagaba con su manto nocturno los últimos clamores de un día que pedaleaba sus últimos kilómetros hasta la meta final.

Ventanas iluminadas, permitían adivinar siluetas imprecisas de seres anónimos, que apuraban el trago hacia el ocaso de una nueva jornada que expiraba agónica antes del descanso nocturno.

El tiempo solía correr a prisa y los años, unos tras otros repetían su desfile triunfal. Arrugas, huesos molidos, cojeras… un balance nefasto para quienes carecen de lo más mínimo.

Esa noche como tantas otras, esperé atentamente a que el guardia finalizara su última ronda. El frío comenzaba a apretar y la necesidad de un refugio se hacia latente. Era cuestión de suerte, cada día era más difícil asegurarse un sueño reparador y apacible.

En los meses estivales todo  era diferente, bajo las estrellas, un parque, o la playa hacían las delicias de quienes solíamos contentarnos con poco o nada.

La escuela más ruda y dura había dejado escritas a fuego, cientos de lecciones imborrables… La calle era la maestra rigurosa de los solitarios desposeídos de la vida. Muy pronto comprendí que formamos parte de los desheredados, de aquellos para quienes por múltiples razones se nos había vedado  el mimo más elemental.

A lo largo de mi vida he conocido personajes muy curiosos, heterogéneos, avaros y generosos, humildes y soberbios, sencillos… indigentes. Todos ellos por u otro motivo dejaron su huella imborrable.

En la quietud de la noche, solo interrumpida ocasionalmente por algún acelerón o claxon impertinente, el ruido de unos pasos apresurados y torpes, arrastrándose por la acera atrajo mi atención.

 La desgarbada silueta de un hombre alto y exageradamente delgado, apareció ante mi acicateando mi entendimiento. Tras de sí podía oír el ruido de pesadas piedras chocar contra la fría acera. Agudice mi oído para escuchar lo que me pareció una sórdida canción.

  -“Taca – taca”… no huyas… Taca – taca… Una voz guasona e hilarante entonaba esta cancina estrofa, seguidas de estruendosas risotadas dantescas que herían la quietud de la noche.

Inmediatamente supe lo que sucedía. La sórdida escena acudía a mi abrumada mente. Lo había visto merodear alguna vez, por los alrededores del callejón donde yo solía pernoctar. Su apariencia bastante normal no despertaba ningún interés en especial. Quizás fuera  su iracunda mirada, y la notoria ansiedad  a simple vista latente la que atrapaba la atención.

Tal parecía un torpedo disparado, arrasando a su paso con todo aquello que se interpusiera en su alocada carrera.

Su rostro aparecía desencajado, erizado; sus ojos desorbitados y un grito agónico exclamaban medias palabras, balbuceos de extraños sonidos.

El guardia había desaparecido, tras dar un último vistazo. Mi refugio estaba allí, libre, ofreciéndome un descaso reparador para mi cansado esqueleto. Sin pensarlo más giré dejando tras de mí al extraño. Sin embargo mis oídos agudizados no perdían detalle de la estampida.

Sabía que nada podría ayudarle, había aprendido a ser inmutable con la vida, tal como ella lo era conmigo.

 

 

          El loco
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